He comenzado a drede con este párrafo de la Dra. Montessori no para hacernos sentir culpables, sino para que tomemos responsabilidad de como influyen nuestros comportamientos en el embrión espiritual que es el niño pequeño. Los padres y educadores, al ser los que más cerca estamos del niño, somos quienes más podemos perjudicarle. Por eso es muy importante que tomemos consciencia de cuan importantes son nuestras acciones sobre ellos. A esto me refería cuando os preguntaba qué influía más a la hora de implantar un ambiente Montessori en casa, si niño, adulto o ambiente.
Cuando pensamos en los niños como seres que nos afrontan, nos chantajean y son incapaces de obedecer, erramos. Somos nosotros lo adultos, los que no estamos dejando a los niños realizar lo que tiene preparados para ellos la naturaleza. Somos los adultos los que les ponemos obstáculos para que desarrollen el trabajo de la infancia: El juego, la exploración y la participación en la sociedad. Somos nosotros los que les ponemos trabas para entrar en la vida social al pensar que los niños molestan. Molestan porque son ruidosos, pero todavía están aprendiendo las normas y, en definitiva, están llenos de vida. En vez de maravillarnos de lo grandioso de sus descubrimientos y de su exagerado entusiasmo, los condenamos al aislamiento.
Para poder acompañar a nuestros hijos y que desarrollen todo su potencial no es necesario comprar materiales o libros, la primera mirada es hacia nosotros mismos. Debemos transformarnos, crecer, hacer un trabajo interior inmenso para cambiar nuestra postura moral respecto a la infancia. Solo una vez lo hayamos logrado (o hayamos iniciado el camino al menos), podremos prepararle un ambiente apto para su vida, sin obstáculos insalvables, sino tan solo la cantidad de reto que pueda tolerar. En este nuevo ambiente, el niño deja de tener que superar los obstáculos que le planteábamos, puede ejercer su voluntad para elegir libremente a qué quiere dedicar su actividad y revelar todas las capacidades y tendencias de su vibrante personalidad.
Este nuevo niño, renovado, nos demuestra que todos y cada uno de los defectos que le achacábamos (el capricho, la destrucción, la mentira, el miedo, la desobediencia, etc.) eran debidos a que se encontraba en una estado de defensa, sin embargo, el alma infantil está llena realmente de verdad, amor, comprensión, empatía y valentía.
Nuestra función como padres es servirles, pero eso no significa hacer «todo por ellos» (darles de comer, vestirlos, bañarlos y entretenerlos todo el tiempo) significa ofrecerles los recursos que estén en nuestra mano y esperar a ver que hacen con ellos. Nuestra función es ayudarles a crecer, pero no desde la opresión y soberbia de creer saber que es lo que necesitan, sino desde la humildad y la confianza mutua que se producen cuando nos agachamos y les miramos directamente a los ojos, como iguales. Nuestra función no es actuar en su lugar, ni dirigirles como marionetas, sino ayudarles y guiarles, como un faro en la oscuridad o un lazarillo a su dueño.
Desde que nacen les tratamos como si fueran nuestras muñecas de trapo, pero impidiéndoles el movimiento estamos impidiendo la construcción de su propia personalidad. Al impedir su movimiento, el pensamiento no se desarrolla junto con la acción, pues la acción obedece ahora a las leyes de otra persona y el desarrollo de la voluntad ya no es posible. Y sin el desarrollo de la voluntad no puede existir la verdadera obediencia.
Algunos padres tienen diferentes principios pedagógicos: no consuelan al niño porque saben por experiencia que a final de cuentas dejará de llorar y se calmará él solo. Piensan que si intervienen con caricias y cariños para consolarlo se volverá caprichoso y terminará por tomarlo por costumbre, con el único fin de obtener atención con cada berrinche. Ante esto yo respondo que todas las lágrimas sin razón aparente comienzan a aparecer mucho antes de que el niño pueda darse cuenta de que con ellas puede obtener atención. Esas lágrimas son el indicio de la angustia que padece su espíritu.
Cambiar la educación y la crianza pasan por asumir que «El niño está espiritualmente más elevado de lo que suponemos» y debemos asimilar que:
- El niño puede tomar decisiones: Cuanto más pequeños, más limitada debe ser su libertad, pero no por ello debemos dejar de ofrecérsela. Por ejemplo, un niño de un año puede elegir entre dos conjuntos de ropa o que comer de su plato.
- El niño puede concentrarse durante mucho tiempo: Normalmente los niños se cansan y se aburren porque están realizando un trabajo que no les apetece o corresponde, pero eso no ocurre cuando el niño realiza un trabajo espontáneo. Solo hay que ver la cara de emoción y descubrimiento del niño cuando completa una tarea dentro de un periodo sensible para hacerla. Por ejemplo, meter y sacar botes de la despensa, hecho que no le permitimos y hasta regañamos por ello, cuando realmente es lo que necesita.
- El niño no solo puede, sino que desea entender el mundo que le rodea. El niño necesita adaptarse al medio al que viene a vivir, es por eso que NECESITA absorber toda la información que le sea posible para poder comprender el mundo con la máxima claridad posible. Mentir a los niños al respecto del mundo cotidiano es una falta de respeto, pues no les pone en el mismo nivel que los adultos.
- El niño no es un ser desvalido que necesita ayuda para todo. Necesita la ayuda justa que le permita desarrollar sus capacidades mientras reúne la fuerza y cualidades necesarias para llevarlas a cabo, pero no necesita que le traten como una muñeca de trapo.
- El niño no nos desafía, realmente quiere vernos felices, quiere obedecer, pero primero tiene y debe obedecerse a sí mismo, a su naturaleza. Los conflictos que tenemos con ellos son simples malentendidos entre nosotros, que no hemos sabido ver con claridad el alma infantil, y ellos, que no han sabido crecer tan rápido como les habíamos pedido que hicieran.
Obediencia y voluntad
Esta cita me encanta, la mentalidad «anticuada» de la señora que describe Maria Montessori sigue de plena actualidad:
Una señora de la buena sociedad visitaba un día nuestra escuela y, con su mentalidad anticuada, dijo a un niño: “Así, aquí hacéis lo que queréis, no?” Y el niño contesto: “No, señora, no hacemos lo que queremos, queremos lo que hacemos”. El niño sentía la sutil diferencia entre hacer lo que uno quiere y amar lo que uno hace.
En ciertos ambientes, un niño es bueno si de bebé duerme mucho y de más mayor obedece todo lo que decimos, y, de la misma forma, en determinados entornos, la palabra obediencia nos resulta despectiva, y la procuramos evitar en nuestro vocabulario. Por otro lado, tradicionalmente, voluntad y obediencia son conceptos antagónicos, pues precisamente uno de los objetivos de la educación de los niños ha sido doblegar su voluntad y sustituirla por la del adulto «a cargo», eso es lo que llamamos obediencia. Marií Montessori tenía una opinión bien distinta al respecto.
Desde que nace y a lo largo, especialmente, del primer año, la voluntad del niño parece que obedece a un impulso natural. A partir del año y hasta el fin de la etapa de la mente absorbente, los seis años, la voluntad se irá desarrollando progresivamente. Entre el año y los tres años tiene lugar la etapa álgida de reafirmación de su voluntad, la llamada época de las rabietas, con una connotación negativa, aunque debería ser celebrada como uno de los síntomas de madurez del niño. Y a partir de los tres años, etapa del embrión social, será cuando realmente se pueda considerar a un niño obediente, es decir, que pueda controlar su voluntad y tomar decisiones contrarias a sus impulsos vitales (como esperar a que estén todos sentados antes de comer o esperar su turno en el autobús). Antes de entonces, solo podremos impedir aquellas acciones contrarias a nuestras creencias o a la seguridad del niño.
Una vez el niño es capaz de actuar según nuestra voluntad, no va a hacerlo a todas horas y en cualquier contexto, sino que será un proceso que se desarrolle progresivamente, está aprendiendo a obedecer, igual que aprendió a andar. Que obedezca solo a veces no implica ninguna mala voluntad, ni afrenta, ni chantaje, solo implica que necesita más práctica para conseguir lo que le estamos pidiendo.
Cuando por fin logre dominar su voluntad y adecuarla a la vida social, será cuando por fin se produzca la obediencia, pero no por la opresión que constituyen los premios y los castigos, sino porque el niño reconoce nuestra experiencia o superioridad, reconoce nuestra sabiduría, y, como si se tratará de un cierto homenaje, DECIDE VOLUNTARIAMENTE hacernos caso.
La obediencia impuesta a un niño por la fuerza, tanto en el hogar como en la escuela, obediencia que no reconoce los derechos de la razón y la justicia, lo prepara para ser un adulto que se resigne a cualquier cosa. La practica generalizada en las instituciones educativas de exponer a la reprobación, de hecho a una especie de burla publica, al niño que comete un error, le infunde un terror incontrolable e irracional frente a la opinión de los demás, por injusta y errónea que esta pueda ser. Mediante esos condicionamientos y muchos otros, que contribuyen a su sentimiento de inferioridad, se abre el camino al respeto irreflexivo, e incluso a una idolatría casi ciega del adulto, paralizado ante los líderes públicos, los cuales llegan a representar padres y maestros sustitutos, figuras que el niño se vio obligado a incorporar como perfectas e infalibles. Es así como la disciplina se convierte en sinónimo de esclavitud.
A modo de ejemplo, podría decir que es similar a un intento de democracia, nos han elegido como sus responsables y nos hacen caso, no porque les obliguemos, como en un sistema dictatorial, sino porque realmente consideran que tenemos razón en los planteamientos. Son ellos mismos los que nos otorgan legitimidad.
¿No es más bonito tener una relación así con nuestros hijos que una relación basada en chantajes, castigos y peleas?
TAREAS
1/ Piensa en un conflicto que hayas tenido en las ultimas semanas con tus hijos y reflexiona sobre si lo podías haber solucionado de otra manera. Compártelo si lo deseas.
2/ Piensa en un conflicto que hayamos observado como espectadores entre unos padres y su hijo qué te haya impactado (para bien, para mal o ambos) y reflexiona sobre qué hemos aprendido de ello. Compártelo si lo deseas.
3/ Si tenéis oportunidad, os recomiendo la lectura de «El cerebro del niño», de Daniel Siegel, que nos ofrece las últimas conclusiones de neurociencia infantil de una forma muy amena y adaptada a cualquier tipo de opción de crianza.
Resumen de la lección:
- Nuestra función como padres es de vital importancia, especialmente respecto del primer plano de desarrollo (en concreto el primer subplano de los cero a los tres años).
- Debemos cambiar, si no lo hemos hecho ya, nuestra mirada hacia la infancia, pues los niños tienen habilidades y capacidades desconocidas para la mayoría de las personas.
- La obediencia y la voluntad están íntimamente ligados para María Montessori, un niño normalizado adecuará su voluntad, si así lo desea, a la voluntad de los que le rodean.
- La obediencia no debería tener un significado peyorativo, sino que se produce cuando el niño decide adaptarse voluntariamente, sin premios ni castigos a la voluntad de los demás.